-El paraíso debe de ser algo muy parecido a ver esto.
A estas alturas de la película,
el librero se retuerce entre estanterías buscando el anillo
imaginario del doctor Thomas Owen Mostyn Rowlands. Aquel que se
elevaba en las alturas de Coachella, la ciudad de los sueños,
buscando los sonidos infinitos; aquel que irradiaba el crepúsculo
solar en medio de la batalla: también llamado El Anillo de Simons.
Ficticio, ilusorio, mágico..., el librero, ensimismado, es impulsado
por las voces que le guían hacia el gran tubo de la vida.
“No acabo de encontrarlo
completo” -dice- “pero si lo encuentro es lo más parecido al
paraíso”, repite. El librero levanta los brazos gesticulando
iconos. Aparta los libros apresuradamente tropezando entre las letras
ce y ceache mientras la escalera que lo mantiene en pie comienza a
ensayar posturas imposibles. De pronto, entre los manuales de
arquitectura aparece la silueta de un personaje en blanco seguido de
otros perfiles idénticos contoneándose al ritmo que marcan los
vaivenes de la escalera. El librero me mira divertido mientras yo no
alcanzo a ver nada racional. “Lo estoy consiguiendo” -suspira,
dándome la espalda- “estoy llegando al edén”.
De la fila
cuatro, ya dedicada a la fotografía, caen dos grandes volúmenes de
la Taschen salpicando polvos y pelusillas que vienen a derrumbarse en
el suelo entre un gran estrépito. Increíblemente nadie en la
librería ha oído nada, nadie a vuelto la cabeza ante el alboroto de
los Taschen caídos. “Do it again” murmura para sus adentros el
erudito empleado mientras ahora bambolea sus brazos hacia adelante
como un bombo de lotería. Yo creo que está poseído o en otra
dimensión o que ha tomado ración doble de cafeína mientras le
aviso del peligroso contoneo de la escalera. Tampoco distingo ningún
movimiento a su alrededor: “¡no veo nada!, le digo para entrar en
su juego fantástico con idea de prevenirle del peligro de una caída
desafortunada. “¡Ya están!” -grita alborozado- “¡han venido
los payasos, me sonríen y me llaman!”. De una manera inverosímil,
la escalera que le sostiene queda quieta de pronto y mi amigo el
librero también detiene sus movimientos por arte de birlibirloque.
Rígido y absolutamente hechizado contempla entonces Coachella, la
ciudad de la luz, ahora encendida, y también a los venerables clowns
con la sonrisa eterna y admira boquiabierto el pasillo formado por un
gran circulo de anillos brillantes que conducen al infinito. Mi amigo
el librero entusiasta y dicharachero me mira con la sonrisa congelada
y vuelve a comentarme condescendiente:
-El paraíso debe de ser algo muy parecido a esto.
De pronto, y ante mi natural asombro, desaparece
entre los libros de la ceache. La escalera de la librería ha quedado
definitivamente quieta y vacía y yo me quedo petrificado. Mi amigo,
Juan Valero, el librero dispuesto a todo, ha entrado en la historia
por voluntad propia y ha sido admitido con todos los honores. No sé
si seguir esperándole.
Escrito editado en la revista Yorick (febrero de 2016) en homenaje a Juan Valero